el pájaro en la tormenta
Publicado en abril 3, 2017
La gran ola se asomaba en el horizonte. Podía sentirla. Las plumas de sus alas temblaban de emoción y sus patas se aferraban a la fría roca. A unos cinco metros, la ola ya era un coloso. José Julio hinchó el pecho, miró hacia el cielo como despedida y levantó vuelo, apretó bien el pico y haciendo giros en el aire entró en la gran ola.
José Julio no era un pájaro cualquiera. No le interesaba volar ni cazar gusanos, él quería ser algo más que un ave tradicional, él quería entender el mundo.
José Julio aguantó la respiración, a su lado pasaban un montón de cosas a gran velocidad, muchas más que en el cielo o en las aburridas fiestas de los tucanes que no hacían otra cosa más que mostrar sus patéticos colores.
Algas, burbujas, cangrejos, medusas. Y entonces los vio.
José Julio estaba preparado para esto hacía mucho tiempo; sacó sus patas de rana, su pequeño snorkel, tomó coraje y se unió al cardumen. Iban a toda velocidad haciendo zig zag y él mantenía su acelerado ritmo. José Julio miró a través del agua el reflejo del sol y después el cielo, sonrió y recordó. Por fin había logrado lo que quería hacer hacia muchos años. Miro a su alrededor, ya había perdido las patas de rana en las fuertes corrientes y el snorkel se hundía en las profundidades del océano, respiro hondo y exhaló con tranquilidad, por primera vez en la historia de las aves, José Julio se había convertido en un pez.
Publicado en febrero 28, 2017
A veces es necesario perderse.
Se puso el gorro de paja y salió a caminar.
Caminó mucho hasta que las piernas se le adormecieron.
Se detuvo. Respiró y miró hacia los costados.
Era un túnel verde con sonidos extraños, una sinfonía de bichos peludos, alguaciles, chicharras y arañas… serpientes, cocodrilos, tortugas… y por momentos el golpeteo de algún pájaro carpintero o el rugido de alguna pantera negra que acechaba muy cerca de aquel lugar extraño.
Hacía tiempo que no veía algo así, raro, diferente a todos los días.
Se sacó el gorro de paja, se limpió el sudor de la frente.
Miró sus pies sucios y entonces recordó, con una sonrisa, por qué había salido a caminar…
Publicado en febrero 13, 2017
Comenzaba a ser un poco incómodo respirar y mirar a través de un plástico transparente y pensó en los otros. En los que debían usar uno de esos pero todos los días, en los que el chiflido de su respiración ya era carrasposo y cortante, en el polvo que quedaba impregnado en el lente y entraba en los pulmones. Pensó en esas máscaras que cambiaban la cara de los niños y supo que también la realidad podría alterarse con grandes cosas.
paisaje Mediterraneo
gastón en noche buena
Publicado en diciembre 28, 2016
La joven llevó la taza de té hirviendo, muy lentamente, hasta dejarla cerca de sus labios. Para entonces, la taza ya estaba fría.
camila
Publicado en diciembre 15, 2016
En la tierra poco abunda el celeste del cielo, el azul del mar, el turquesa “petróleo” del océano.
Salvo por muy pocas excepciones como el pavo real, algunos insectos, pequeños reptiles y aves y alguna que otra piedra preciosas escondida en la remota cima de una montaña en Irán.
No hay azules en la sabana, celestes en la selva, turquesas en el campo. Tampoco los hay en las montañas y en los bosques y mucho menos en los áridos desiertos.
El azul en la naturaleza terrestre lamentablemente escasea. Salvo por algunos seres humanos en los que, pese al aburrido tono “color piel” que caracteriza a la especie, podemos encontrar, arriba de los pómulos, con la nariz entre medio, dos destellos de azul marino, que nos recuerdan tanto al cielo como al océano, como al profundo color del mar.
navidad
Era navidad, o algo parecido. Las luces debían estar listas antes de la medianoche. La chica estuvo el día entero colgando una por una las pequeñas lamparitas. Cuando el reloj marcó las 12, el reflejo ya iluminaba los ojos verdes. La chica sonrío, se sentó en su sillón y se echó a dormir.
Marzo 11, 2013
¿Me “hamaqueás”? –dijo ella.
El joven tomó la cintura de la chica. Tiro de ella hacia él lo más que pudo, y cuando no pudo más, la dejo ir.
Rojo, amarillo, verde. Crucé la calle y los autos frenaron. Me sentía importante, todas esas personas esperando a que yo cruzara. Miré al cielo y, allá arriba, donde los edificios terminaban, todavía había luz. Siempre odié los edificios altos, siempre odié las sombras de los edificios altos. Una señora me pechó, tuve que pedir disculpas por distraído e intentar explicarle que todo era por culpa de los edificios. Llegué a la acera de enfrente. Un viejo no vidente hacia ritmo con su bastón: tic, tac, tac, tic. Verde flúor, los números de mi reloj marcaban las doce del mediodía. El viejo esperaba para cruzar, me acerqué a su oído y le susurre “puede”. El viejo, como si me estuviera esperando, sonrío y cruzó la acera. Sonreí. Saqué un cigarrillo y lo prendí triunfante, me sentía una buena persona, sin duda que lo era. La gente frenaba para que yo pasara y ayudara a los necesitados: ¡qué más quiere uno! Amarillo, los números del ascensor se sucedían uno tras otro: 3, 2, 1. Se abrió la puerta. En el pasillo había olor a guiso. Rojo, 3, 2, 1. El microondas hizo un fuerte pitido, como de chifle. Abrí la puerta y saqué el plato de fideos. Quería hacer un estofado, así que agarré la carne, la cuchilla y comencé a cortar los trozos. Escuché un fuerte ruido proveniente de la calle, me asusté y grité. El plato de fideos se deslizó por el mármol de la cocina, planeó en el aire y cayó al piso. El utensilio de porcelana se rompió en mil pedazos al contacto con el suelo. Luego, caí sobre los fideos, la cuchilla saltó por los aires, se detuvo en la atmósfera, brilló brillantemente y me cayó encima. Miré por la ventana: mucha gente, un ómnibus parado en el medio de la calle, una ambulancia, dos paramédicos y una bolsa negra. Debajo del ómnibus un bastón. “Pip”, escuché el ruido del chifle del policía de tránsito. Me dolía el estomago y no entendía por qué. Me levanté con mucho esfuerzo, sentía puntadas en el abdomen, dolía. Me recosté en el sillón, bostecé y me quedé dormido.
Ese día me levanté y comencé a sangrar pintura. Me asusté. Era demasiada pintura. Pensé que me iba a desangrar. Se mezclaban los colores. Demasiados colores. Nunca pensé que pudiera llegar a haber tanta variedad. Los amarillos fornicaban alegremente con los azules y parían verdes. El amarillo y el naranja se confundían con mi piel. No sabía si mi cuerpo era cuerpo o era sangre. Caminé por la habitación, que nunca había estado tan colorida. Me apoyaba en las paredes a causa del dolor y la fatiga. Así comencé a pintar. Primero las paredes: azules, verdes y violetas. Seguí con el piso: turquesas y lilas. Luego el techo: púrpura. Pero los colores se mezclaban. Era mucha pintura, demasiada. La pintura bajaba por las escaleras, salía a la calle, pintaba a las veredas, a los autos y a los niños. Se trepaba a los árboles, nadaba en los ríos, buceaba en el mar y navegaba en el océano. Escalaba montañas. Pintaba islas, ciudades, toda Europa, el blanco de los polos, el mundo entero. Tanta pintura, y tan diferente, que pintaba de azul y enseguida se volvía negro, tras mezclarse con los demás colores. Así sucedía con cada cosa que pintaba: las persianas, mis pantuflas de cuero, mi gato Arturo. Hasta el café quedó más negro. Todo negro. Las luces de las ciudades comenzaron a apagarse, las lagunas parecían no tener fondo, las ovejas parecían de carbón, las nubes eran de tormenta. El sol comenzó a perder su luz, el día empezó a transformarse en noche, la luna era un eclipse vivo. Entonces todo quedó en penumbras y deje de ver. Un día me levanté y sangré pintura. El mundo perdió su color.
Uruguay, 2011 / Santiago Ventura
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